sábado, 25 de mayo de 2013

Los desayunos de la tía Elisa 

Carlos Zapata    @zapatacar
Ingeniero.carlos@gmail.com



Hace varios años, en una oportunidad, un viejo amigo me invitó a su casa para compartir en familia una cena de Navidad.
Mientras iba de camino, me llamó por teléfono para pedir que le llevara una lata de frutas para una ensalada. Así lo hice, y cuando llegué a casa, atendió la puerta una señora mayor.
La señora, que de lejos me observó con cautela, alcanzó a escuchar que le decía –casi entre murmullos- que yo era amigo de su sobrino, pero eso no le convenció, así que no me abrió la puerta. Esa fue la primera vez que la vi… Cuando me dejó esperando, “porque ¡con la inseguridad no se sabe! ¡Y menos, con un desconocido!
Aguardé pacientemente hasta que los golpes a la puerta y un rostro cansado convencieron a la simpática anciana de que no había peligro. Ya estando adentro me vería con la cocinera, quien para completar pondría mala cara por el enlatado de frutas que, definitivamente, no era el que esperaba.
Paciencia y una bocanada de aire más tarde darían paso a una cena maravillosa. Ahí estábamos todos reunidos, en una preciosa mesa gigante. Palabras del anfitrión, oración y una botella de vino nos cambiarían la cara.
Al ritmo de una guitarra, y las risas cómplices de jovencitos y aquella anciana, compartimos alegres hasta que llegó la hora de partir. Así, cuando nos tocó el momento de decir adiós, estábamos todos con una gran sonrisa y la satisfacción de haber compartido una noche estupenda. Esa fue la primera de muchas noches, y el preludio de varios desayunos.
El aparente desencuentro me enseñó que en aquella dama había algo especial. Y sí que lo había…
Con ella descubrí que a las personas se les saluda “como la gente”; con cariño, con atención, con servicio. “¡No de lejitos!”.
Con ella recordé que a la mesa no se sienta uno con gorra, y no se levanta sin antes pedir permiso.
Con ella confirmé que antes de comer se da: gracias, y que puedes tener casa, “pero sólo con Dios es hogar”.
Con ella… Con ella compartí desayunos. Y si mi mamá no leyera, diría: ¡De los mejores del mundo! Y los extraño, ¡cuánto los extraño!; pero más extraño su bendición y compañía.
Más extraño la noble perseverancia de quien con 103 años de edad hacía esos desayunos tras levantarse a las 5 de la mañana.
Más extraño a la anciana a quien no vi quejarse en una década, aunque cargaba encima un siglo de sabiduría.
Más extraño a la abuela que tantas mañanas me bendijo mientras me servía el plato de comida.
De ella, de la tía Elisa, aprendí la constancia en la oración. Aprendí el amor a Dios y al servicio.
De ella, de la tía Elisa, aprendí que no importa el tiempo, sino lo que haces con él; que no valen los años, sino cómo los vives.
Hace un par de días acudimos a Misa en el asilo San Antonio, para dar gracias a Dios por el alma de esta simpática dama.
Ojalá que cuando nos llegue la hora del retorno, ocurra como en aquella cena de Navidad: que no importe la tarde oscura sino la luz del ocaso: una vida, como la de ella, hecha servicio y oración. Así, esperaremos con alegría la hora de abrazar a Dios.
En paz descanse, tía… ¡Y gracias por sus desayunos!



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